Marcos León
Hay momentos en los que la vida misma parece detenernos. No porque todo vaya mal, sino porque Dios quiere hablarnos de un modo distinto. Hace unos días viví una experiencia que unió dos realidades opuestas: la alegría de un retiro espiritual que recargó mi alma, y la fragilidad de una gripe que afectó a toda mi familia. En ambas, Dios se manifestó con fuerza.
El retiro fue un soplo de gracia. Escuchar testimonios, ver conversiones reales, como Dios siempre está en las decisiones profundas que transforman familias… fue un recordatorio de que todavía hay corazones que buscan al Señor con sinceridad. Pero al regresar, la vida cotidiana me esperaba con otro tipo de llamado.
La fiebre, el cansancio, las noches sin dormir, los niños enfermos, y una esposa agotada que, aun así, se mantuvo firme, amorosa, sirviendo en el silencio.
Y ahí, en medio de la fragilidad, una vez más, experimenté aquello de que Dios no sólo se revela en un retiro, sino también en la rutina, en la enfermedad, en el cansancio y en el amor que persevera.
Mientras mi esposa cuidaba de todos —aun estando también enferma—, descubrí la grandeza del Sacramento que nos une. Esa unión que muchas veces damos por sentada, y que sólo en la debilidad muestra su verdadero poder.
Ver a mis hijos, pequeños y con esos “bichitos” de turno, queriéndose abrazar aunque no pudieran, preguntando si ya nos íbamos a curar, y mi nena atendiendome con sus juguetes de doctora… fue una catequesis viva, fue ver el Evangelio en miniatura, en el amor sencillo de los pequeños.
En esos gestos, aprendí mucho más que leyendo libros: experimenté lo que es la ternura de Dios encarnada en lo cotidiano.
Confieso que soy más de analizar las cosas desde lo racional, de buscar causas y soluciones. Pero esta vez Dios me tomó del rostro y me dijo con claridad:
“Aquí. Aquí quiero que mires. En tu hogar. En tu familia. En tu Sacramento. En los dones que ya te di.”
No se como es que uno nota esto en muchas ocasiones, pero esto es ahí donde pareciera que muchas cosas cobran sentido, adquieren un valor distinto. El cansancio, el miedo, se vuelven oración de clamor. La debilidad se transforma en encuentro.
Dios nos enseña con cada detalle: en el abrazo que no se puede dar, en la mirada cansada que aún transmite amor, en la oración que vuelve a unirse después de mucho tiempo.
Por su puesto, todo esto también me hizo pensar en tantos hermanos y hermanas que viven lo mismo sin las comodidades que yo tengo. En quienes no pueden “detenerse” porque el día a día no se lo permite; en las madres que salen a trabajar con fiebre porque no hay otra opción; en los padres que deben elegir entre comprar un medicamento o pagar la comida; en las familias que, aun en la escasez, siguen sosteniéndose con fe y amor.
Ellos también están en la escuela de Dios. En su entrega silenciosa, en su esfuerzo diario, en su esperanza contra toda esperanza, Dios sigue hablando, sanando y fortaleciendo. Y es en esos hogares, donde tal vez no sobra nada, donde muchas veces Dios habita con más ternura que en ningún otro lugar.
Hoy sólo puedo decir gracias. Gracias por el retiro que me levantó. Gracias por la enfermedad que me detuvo. Gracias por mi esposa, por mis hijos, por cada pequeño gesto que me recordó lo esencial.
Gracias por acompañarme en esta pequeña historia de fe y familia. A veces uno sólo necesita detenerse un momento para mirar con más amor lo que ya tiene. Que Dios bendiga también tu hogar, como bendijo el mío en estos días.