Marcos León
Hoy, en Paraguay, recordamos con dolor y orgullo la Batalla de Acosta Ñu. Era el 16 de agosto de 1869, cuando la Guerra de la Triple Alianza ya había arrasado con casi todo. El país estaba reducido a ancianos, mujeres y niños. Y aun así, ese pueblo diezmado decidió resistir. En aquel campo, miles de niños, algunos de apenas 9 o 10 años, todo aquel que pudiera cargar con el peso de un arma, tuvieron que pelear, incluso muchos sin fusiles, con palos, machetes y lanzas improvisadas, otros cargando cañones que pesaban más que sus propios cuerpos.
El enemigo, formado por 20.000 hombres, avanzaba con una fuerza abrumadora. Los pequeños héroes paraguayos, unos 3500, lucharon con la inocencia del que aún juega, pero con la valentía del que ya ha decidido morir de pie. La masacre fue brutal: los niños caían uno tras otro, y aun así resistían. Los testimonios narran que incluso los heridos, refugiados en los pajonales, fueron quemados vivos. Era el odio llevado hasta lo indecible.
El desprecio hacia nuestra nación quedó reflejado en palabras que hielan la sangre. “Al paraguayo hay que matarlo en el vientre de la madre”, llegó a decir un jefe aliado. No bastaba con ganar la guerra: había que exterminar a un pueblo desde su raíz. Ese día, el cielo paraguayo se cubrió de humo y llanto, pero también de gloria. Porque los niños de Acosta Ñu murieron para que la patria no se rindiera, para que Paraguay siguiera existiendo, aunque solo quedara la inocencia como muralla.
Hoy no escuchamos fusiles ni cañones. La invasión ya no se anuncia con tambores de guerra, sino con discursos suaves y manuales importados. El enemigo cambió de uniforme, pero no de objetivo: sigue queriendo borrar al Paraguay. Antes buscaban nuestro territorio; hoy buscan nuestra niñez y nuestra conciencia nacional. Ya no matan en los campos de batalla, sino en las aulas, en las pantallas y en las leyes disfrazadas de derechos.
Las ideologías foráneas llegan financiadas por organismos internacionales, con el mismo espíritu de aquella frase de odio. Hoy no lo dicen con bayonetas, sino con programas de falsa educación sexual integral, con anticoncepción infantil, con el falso principio de la “autonomía progresiva” que pretende separar al niño de sus padres. El objetivo es el mismo: arrancar al niño paraguayo de su raíz, que es su familia, su fe, su patria.
Así como en 1869 los niños se convirtieron en soldados, hoy los padres debemos convertirnos en centinelas. La batalla actual no se libra en los campos de Acosta Ñu, sino en los hogares, en las escuelas, en los medios de comunicación. La estrategia del enemigo es silenciosa, compleja y calculada: entra por la educación, avanza por las pantallas, se esconde en tratados y leyes extranjeras. Pero el deber sigue siendo el mismo: no entregar jamás la niñez paraguaya.
La sangre de Acosta Ñu nos interpela. Ellos, con sus cuerpos frágiles, defendieron lo que nosotros, con toda nuestra fuerza adulta, no podemos permitir que se pierda. El Paraguay de hoy no necesita que los niños mueran por la patria, necesita que los padres vivan y luchen por ella.
Acosta Ñu no es una historia del pasado: es una advertencia y un mandato. Los niños de 1869 murieron por un Paraguay libre; los niños de hoy necesitan padres que vivan para que ellos sigan siendo libres.
Esta es la Batalla de Acosta Ñu del siglo XXI: no con sangre, sino con coraje; no con fusiles, sino con verdad; no con niños muriendo, sino con padres defendiendo.
Porque defender a nuestros hijos es la forma más sagrada de honrar a los héroes de Acosta Ñu.