Marcos León
Era un domingo muy especial. Celebrábamos el cumpleaños de mi hija, y yo tenía un deseo muy claro en el corazón: llevarla a Misa en Acción de Gracias por su vida. Llegamos un poco tarde, tanto que ya no alcancé a anotar su nombre en las intenciones. Sentí pena por eso… pero también tenía la certeza de que Dios ya conocía mi intención más profunda, grabada en el corazón de un padre agradecido.
Nos quedamos en nuestro lugar, y en medio de la liturgia —que nunca es algo “simple” ni rutinario, porque en cada Santa Misa se realiza el milagro más grande, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Salvador—, yo tenía un ruego muy particular.
Como toda niña, María Eva estaba distraída, queriendo jugar aquí y allá. Y fue en ese momento cuando elevé una súplica sencilla pero llena de anhelo:
“Por favor, Señor… que ella pueda amarte, que pueda disfrutar la Misa, que pueda quererte… ¡Por favor, mi Señor… que hoy Te vea!”
Un ratito después se acercó a mí y, con su vocesita me dijo:
“Papi… tengo sueño…”
La subí “upa” y enseguida se quedó profundamente dormida. En mi interior pensé: “Ya no va a pasar nada…” —esperando quizás algún momento especial durante la elevación, algo “visible” o intenso—. Pero Dios tenía preparado otro tipo de regalo.
Con mi pequeña dormida en brazos, me dejé envolver por una homilía hermosa sobre la esperanza en los momentos difíciles. Sentí que Dios me hablaba directamente, animándome a seguir confiando en Él, a no rendirme, a caminar con fe. Todo esto mientras tenía a mi hija durmiendo plácidamente en mis brazos, como cuando era más bebé… Un momento de ternura y gracia que no busqué, pero que llegó.
Llegó el momento de la Comunión. La levanté “upa” y caminé con ella dormida para recibir a Jesús. Volví a mi lugar, me senté, y mientras el coro entonaba:
“Pues tú eres mi amparo y mi refugio,
la alegría de mi alma…
Sólo en ti reposa toda mi esperanza…
No vacilaré en el dolor…
Te seguiré hasta el fin…”
acomodé nuevamente a María Eva en mis brazos para poder orar. Y fue en ese preciso instante, justo cuando me disponía a hablar con Jesús, que ella abrió de repente sus ojitos grandes, me miró con una sonrisa llena de emoción y exclamó:
“¡Papi! ¡Papi! ¡Mimí me cantó! ¡Mimí me cantó, papi!”
Y acto seguido, volvió a dormirse profundamente, como si nada hubiese pasado.
Yo solo alcancé a decir, con el corazón lleno:
“Gracias, mi Dios…”
Era un regalo inesperado, dulce y perfecto. Como si el Señor me hubiera susurrado: “Estoy aquí… y también estoy obrando en ella.”
Cuando llegó el canto final, escuché con sorpresa y emoción:
“Me quedé sin voz… con qué cantar… ¡María, música de Dios!”
Una de esas canciones que me llevan directamente a mi infancia, a esos momentos con mamá María que marcaron mi Fe.
Ese Domingo en Santa Misa, Dios me regaló un momento eterno:
a mi hija dormida en mis brazos, Su Palabra en mis oídos, Su Presencia viva en la Eucaristía y un Canto Celestial que alcanzó el corazón de una niña de cuatro años.
De verdad… Dios se pasó conmigo.
Gracias por leer!